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La
gran madre le entregó un ovillo suave, verde. Sus ojos silvestres lo
siguieron por dentro. Él desplegó la lana y echó a andar detrás. El ovillo daba vueltas sobre sí; se mezclaba con los
juncos de la orilla; rodaba sin parar. Había momentos, montones de
momentos, en los que él debía correr a toda velocidad, como un
demente. En cambio, a ratos, debía quedarse inmóvil a la espera del
próximo movimiento de esa bola peluda que hacía lo que quería
cuando quería. En algún punto del espacio llegaron a una enorme
tela de araña que colgaba de árboles que tocaban el cielo, o
lo sostenían. Tembló por dentro, pero la araña se mantuvo junto al
tronco chupando una mosca. Pasaron con sigilo. La lana iba delante
moviéndose apenas, sabiendo que cualquier rodamiento en falso
alertaría al bicho hambriento. Escaparon de la trampa y siguieron
juntos, carcajeándose, locos de alegría, incrédulos ante tanta
vida. Bajaron las montañas nevadas, se enredaron en algunas rocas.
Finalmente llegaron ante las puertas de la ciudad. Súbitamente
sintieron miedo. Pero entonces algo pasó: supo que estaba
preparado, se sintió fuerte. Se armó de valor y logró tomar la
decisión. Cogió el ovillo con delicadeza, lo acarició, le dió las
gracias, lo guardó en el bolsillo y, así armado, se perdió entre
el gentío.
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2 comentarios:
muy lindo!
nuestros amuletos secretos nos mantienen a salvo en la gran ciudad
¡Qué linda lectura! Y cuánta verdad guarda...
Gracias.
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