miércoles, 1 de enero de 2014

Nocturno en el parque

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Me dejo ir por un tobogán de madera. Resbalo hasta abajo. El tobogán es muy grande; genera vértigo en mí. Por eso grito mientras me deslizo por su pendiente. Grito y me río. Me asusto un poco, pero no importa.





Subo al Gusano Loco del Parque Rodó. No voy sola, en realidad estoy acompañando a la Bichuchi. Nos sentamos las dos en el segundo carro. El primero está ocupado por dos chicas enormes. Ellas nos piden disculpas por ir sentadas allí, junto a la cabeza del Gusano. A nosotras nos da igual si están allí o allá. Sin embargo, ellas insisten en explicarnos que hace tiempo que no suben -desde la niñez, dice una; la otra ríe; ignoramos porqué- y que les gustaba estar en ese carro, al lado de la cabeza. Por suerte, el cuidador del Gusano acaba con las explicaciones, poniendo en marcha a todos los vehículos y ¡allá vamos! ¡Qué emoción! Es espeluznante estar en el Gusano Loco. Me da miedo su alta velocidad. Mis pelos vuelan por los aires y grito gozosamente. Bichuchi, tranquila, relajada, impertérrita. En medio de mis propios gritos -y los de las chicas enormes- creo recordar que yo misma, de pequeña, disfrutaba de este mismo Gusano con la misma impavidez que la Bichuchi. Ha pasado tiempo -reflexiono mientras chillo. Y en ese momento, me da pena que no estemos sentadas junto a la cabeza del bicho.



Te prometo que bajé nerviosa. Como medio riendo, caminando en el aire. El suelo se me movía bajo los pies y tenía ganas de más Gusano. La Bichuchi dijo que quería volver a subir. Y también a la Rueda Gigante. Y a las Sombrillas Voladoras. ¡Jamás! -le respondimos mi hermano y yo. ¿Por qué?-casi llora la Bichuchi. Porque nos da miedo -contestamos con valentía. Y nos fuimos a comer pizza al Sportman.



Después dimos un paseo por la Rambla. Bichuchi dormía. Paseamos en la furgoneta, mientras el mar se relamía por los rincones de arena.



Recordamos lugares emblemáticos. Hablamos de cosas que pasaron o que tal vez siguen pasando o están viniendo. La memoria es una cosa pegajosa y muchas veces engaña. O miente, descaradamente.


De todas formas nos encantó hablar.

Pienso que tal vez nos estuvimos recordando y que por eso estuvo tan bueno, tan grande, tan noble.



Después ya no daba para llegar a la casa. De todas maneras, llegamos, porque teníamos que acostar a la niña y tranquilizar a uno de nuestros progenitores -o padre o madre- que seguramente estaría haciendo guardia. Noche veraniega, llena de estrellas. Sábado de libros. Libros nocturnos y encuentros de amigos. Buen recuerdo para que no se pierda.



Lo escribo aquí para recordárselo a mis otras. Para que sepan que ésta, la de esta realidad, hizo esto en esta noche y que estuvo bien. Más que bien. Les quiero relatar la humedad de esa noche mezclada con mi piel. El calor algo fresco de brisa, las paradas con libros y una música a capella que sonaba en la plaza. Césped. La Bichuchi corriendo por la bajada mientras nosotros hablábamos y reíamos con amigos que encontramos en el lugar. La Bichuchi subiendo la cuesta y preguntando que cuántos números tardó en llegar a abajo. Antes habíamos comprado dos libros. Y nos habíamos encontrado con más gente; real e imaginaria: eso es impepinable e irrepetible. Y le da otro vuelo mágico a la noche.



Pasamos junto al Tren Fantasma. ¿Ves? Tengo un recuerdo que no sé si es real o insertado. Por un lado creo recordar que sí, que de pequeña subí al Tren. Hasta tengo un par de imágenes. Sin embargo, algo interior me dice que esas imágenes son ficticias.



Pasamos junto al Tren Fantasma: desde el techo, una momia pende de algo y se mueve de arriba a abajo. Es muy cutre, pero a la Bichuchi y a mí nos asusta.



No nos compramos discos.
Ni frutas.
Solo zumo de naranja natural
y embotellado.


Después hay aviones que despegan. O que aterrizan.



Despegamos en uno. Avión nocturno. En su noche, las azafatas nos piden, a todos, que cerremos las ventanillas con esas cortinas de plástico que impiden la visibilidad. ¿Por qué piden eso? Es algo que me pregunto en cada vuelo nocturno y que me niego a hablar con ellas.



Tengo un par de explicaciones para esto.
La Primera: afuera, en la noche, hay miles de objetos voladores no identificados y eso puede aterrar a los pasajeros y crear una situación incómoda en el avión.
La Segunda: en la noche el avión no se mueve. Llegamos a un hangar donde el avión simula volar. Este lugar bien puede estar en la tierra, bien en el cielo. Lo cierto es que, por ejemplo, los aviones pueden hacer cualquier viaje en minutos; o en dos horas como mucho. Pero las compañías -manejadas por extraterrestres- quieren disimular que eso es así, para que nosotros -casi humanos- pensemos que nuestra tecnología sigue siendo precaria, aún básica. Entonces viene el disimulo: mueven el avión en un simulador -el procedimiento es cutre y da risa- y los pasajeros pensamos que estamos volando. Como no podemos mirar por las ventanillas, estamos convencidos de que así es. Y aprovechamos para dormir, por lo menos algunos; otros prefieren emborracharse y otros -como algunos bebés-, lloran. O miran películas de Hollywood.



Nadie irrumpe, nadie se atreve a pensar por sí mismo. A darse cuenta de la falacia. Nadie. Casi todo son frases repetidas. Pensamientos de otros, desarrollados hace siglos atrás. Desmigados, destrozados por otros otros que otean el horizonte. Lo otean hasta saber todo lo que vendrá. Vaya mierda de esperanza la que nos dan. Vaya mierda -dijo el hombre con el vaso en la mano. Después se calmó. La azafata le colocó una almohada bajo la cabecita y le contó un cuento en inglés. El hombre se durmió plácidamente. El resto de los habitantes del avión, también.


Una mujer tiene un ataque de pánico. Grita y se mueve. Pero eso sucedió en otro vuelo, no en éste. Vinieron dos médicos que la auxiliaron. También los vecinos se portaron bien. Vi todo desde lejos, desde mi asiento. No me moví, no fui amable: desde siempre supe que ella estaba en buenas manos.


Lo cierto es que las azafatas de ese vuelo estaban muy cansadas y agobiadas. Eran mujeres muy hermosas, con esos uniformes largos y exóticos y sus cabellos negros recogidos en unos moños maravillosos. Caminaban como hadas. Pero en esta ocasión, el cansancio las hacía caminar como fantasmas. A la cara asomaban ojeras de hastío. Percibí claramente cómo una de ellas nos lanzaba puteadas en malayo. No es que yo conozca esa lengua; sí conozco la actitud, que es universal. Cuando digo “putear” me refiero a mandar a la puta madre a alguien o algo. Eso hacía esa mujer, movía los labios con estoicismo. Y nos puteaba en silencio.


Tenía mil motivos para hacerlo. No le faltaban razones: era un vuelo cargado de gente maleducada y -me duele decirlo-, bastante idiota. Gente de mal vivir, o de lo que para mí es mal vivir: gastar mucho en baratijas y poco en descubrir el propio espíritu y aledaños.


Por suerte, ese fue otro vuelo.

Este en cambio, fue tranquilo.


La tripulación desarrolló su esplendor oriental, su fina cortesía, su amabilidad proverbial. Pudieron mostrarnos, a todos, las bondades de su cultura; y todos, pudimos deducir cuán rudimentarios éramos respecto a ellos. No fue triste. Fue una lección de dicha y hermandad. Al bajar del avión nos abrazábamos emocionados.

Lindo haberlo vivido pa' poderlo contar.”


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3 comentarios:

violetafotos dijo...

Qué bueno que volviste!!

violetafotos dijo...

Qué bueno que volviste! Y cargadita de cosas que contar!!!

din dijo...

Sí, se ve que ando charlatana...

Besos!