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“Para
decidir si sí o no, quisiera seguir... “ canta la canción. Aquí
estamos tú y yo, compañero, rodeados por dos niños, un perro, la
noche con música. Un fuego que crepita, las luces encendidas.
Intentas pintar, y los niños, que no te dejan a tus anchas. Ellos
también pintan. Y te hacen preguntas, y te quitan los pinceles de
las manos. Acabo de hacer entrar al perro, que ladraba y ladraba
afuera. La alegría del barrio, este perro. Y yo, arrinconada aquí,
en el sofá, escribo en este ordenador, algo destartalado ya -y tan
querido, con su bandita elástica sosteniendo el cable para poder
funcionar; tan sucio de migas y dedos de todos colores, mi ordenador,
viejito y creativo-, lo que me viene en gana. Y me río porque es una
tarde de un cinco de enero de dosmilcatorce, cayendo sobre el pueblo,
el campo, el bosque de acá al lado, al que siempre nombro, porque me
encanta, solo por eso; una tarde, en fin, mágica, al menos para mí.
Aquí estamos todos, creando, escribiendo, leyendo, pintando,
escuchando música, junto al fuego, dije, fuego: ambientando el
lugar, dando su chispa de amor a esta escena tan íntima, bucólica,
cotidiana; a la vez, cotidiana.
Fuimos
a la tarde a Mataró a buscar un regalo. Encontramos algo que ni
siquiera es aproximado a lo que buscábamos. No importa. Fuimos a. Mataró.
Allí
estuvimos caminando, mirando, hablando. Música en el coche para
llegar, para partir, sonando todo el tiempo. Se desmontan los
pinceles, canto: “La fugitiva sensación... De un beso largo, que
huye”. Se me amontonan los pensamientos; pasan muchas cosas a la
vez. Ahora por ejemplo, pienso en los universos que somos cada uno.
Ahora el perro ladra adentro de la casa; hay que sacarlo para afuera,
que se vaya un rato. Ya se ha ido. Bueno, andaba por algún lugar. No
recuerdo cuál porque me he ido al carajo. Escribo por escribir,
hablo por hablar. No puedo hacer otra cosa. Quiero darle al teclado,
sin parar. Mientras veo lo que veo y mi pensamiento se despliega por
sus cauces.
Noche
de Reyes. ¿Qué traerán de regalo?
Siempre
traen uno.
Siempre.
Igual
que Papá Noel.
Creo
en lo Reyes Magos, lo confieso.
Creo
en Papá Noel, lo confieso.
No
puedo evitarlo, es una cuestión de endorfinas, creo, este creer.
Hace
un montón de años -no sé si para adelante o para atrás- los Reyes
me dejaron dos regalos memorables. Llegaron así, el día en que
ellos venían. Inesperados, increíbles regalos que me llenaron de
asombro y dicha. Tengo mi carta preparada para la noche de hoy. Desde
el 23 de diciembre, de todas formas, vengo recibiendo regalos en mil
formas, colores y perfumes.
Ya
me fui, de nuevo. Es lo que tiene esto de dejar libre al entrecejo.
Salen cosas de la galera que una no espera que salgan. No solo
conejos, no solo... Las cosas están más ordenadas ahora en este
lugar. Los niños juegan juntos a derribar una torre de maderitas. Tú
estás logrando pintar lo que querías y el perro -pobre perro-
duerme a pata suelta. Dentro de un rato subirá J a llevarse al niño.
Nos quedaremos nosotros tres, cuatro, con el perro. Seguiremos
pintando, escribiendo y escuchando música posiblemente. Y después,
cuando ella se acueste, sacaremos regalos, los envolveremos y
comeremos el pasto de los camellos. Me gustaría tomar una bebida
espirituosa, un brebaje santo. Tirarle algo al garguero. Conectar con
todos los tiempos. Hoy en Mataró no hacía frío, no. La tarde era
cálida y no había gente anegando las calles. Pocos transeúntes,
pocas tiendas abiertas y muchas posibilidades de ver la realidad
desde un lugar relajado. Esos lugares que te conectan. Que te llevan
a un lugar que es tuyo. Que te hace sentir algo distinto a todo. Si
en ese momento uno escucha con atención puede llegar a escuchar la
voz del espíritu susurrando. Son momentos especiales, únicos. No me
refiero a los del susurro del espíritu. Me refiero, cuando digo
“únicos” a nuestra capacidad de poder escuchar ese mismo
espíritu. Me fui por los ramajes... ya estás levantando los
pinceles. Y me estoy cansando de escribir esto y sin embargo...
quiero seguir escribiendo.
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