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Me
dejo ir por un tobogán de madera. Resbalo hasta abajo. El tobogán
es muy grande; genera vértigo en mí. Por eso grito mientras me
deslizo por su pendiente. Grito y me río. Me asusto un poco, pero no
importa.
Subo
al Gusano Loco del Parque Rodó. No voy sola, en realidad estoy
acompañando a la Bichuchi. Nos sentamos las dos en el segundo carro.
El primero está ocupado por dos chicas enormes. Ellas nos piden
disculpas por ir sentadas allí, junto a la cabeza del Gusano. A
nosotras nos da igual si están allí o allá. Sin embargo, ellas
insisten en explicarnos que hace tiempo que no suben -desde la niñez,
dice una; la otra ríe; ignoramos porqué- y que les gustaba estar en
ese carro, al lado de la cabeza. Por suerte, el cuidador del Gusano
acaba con las explicaciones, poniendo en marcha a todos los vehículos
y ¡allá vamos! ¡Qué emoción! Es espeluznante estar en el Gusano
Loco. Me da miedo su alta velocidad. Mis pelos vuelan por los aires y
grito gozosamente. Bichuchi, tranquila, relajada, impertérrita. En
medio de mis propios gritos -y los de las chicas enormes- creo
recordar que yo misma, de pequeña, disfrutaba de este mismo Gusano
con la misma impavidez que la Bichuchi. Ha pasado tiempo -reflexiono
mientras chillo. Y en ese momento, me da pena que no estemos sentadas
junto a la cabeza del bicho.
Te
prometo que bajé nerviosa. Como medio riendo, caminando en el aire.
El suelo se me movía bajo los pies y tenía ganas de más Gusano. La
Bichuchi dijo que quería volver a subir. Y también a la Rueda
Gigante. Y a las Sombrillas Voladoras. ¡Jamás! -le respondimos mi
hermano y yo. ¿Por qué?-casi llora la Bichuchi. Porque nos da miedo
-contestamos con valentía. Y nos fuimos a comer pizza al Sportman.
Después
dimos un paseo por la Rambla. Bichuchi dormía. Paseamos en la
furgoneta, mientras el mar se relamía por los rincones de arena.
Recordamos
lugares emblemáticos. Hablamos de cosas que pasaron o que tal vez
siguen pasando o están viniendo. La memoria es una cosa pegajosa y
muchas veces engaña. O miente, descaradamente.
De
todas formas nos encantó hablar.
Pienso
que tal vez nos estuvimos recordando y que por eso estuvo tan bueno,
tan grande, tan noble.
Después
ya no daba para llegar a la casa. De todas maneras, llegamos, porque
teníamos que acostar a la niña y tranquilizar a uno de nuestros
progenitores -o padre o madre- que seguramente estaría haciendo
guardia. Noche veraniega, llena de estrellas. Sábado de libros.
Libros nocturnos y encuentros de amigos. Buen recuerdo para que no se
pierda.
Lo
escribo aquí para recordárselo a mis otras. Para que sepan que
ésta, la de esta realidad, hizo esto en esta noche y que estuvo
bien. Más que bien. Les quiero relatar la humedad de esa noche
mezclada con mi piel. El calor algo fresco de brisa, las paradas con
libros y una música a capella que sonaba en la plaza. Césped. La
Bichuchi corriendo por la bajada mientras nosotros hablábamos y
reíamos con amigos que encontramos en el lugar. La Bichuchi subiendo
la cuesta y preguntando que cuántos números tardó en llegar a
abajo. Antes habíamos comprado dos libros. Y nos habíamos
encontrado con más gente; real e imaginaria: eso es impepinable e
irrepetible. Y le da otro vuelo mágico a la noche.
Pasamos
junto al Tren Fantasma. ¿Ves? Tengo un recuerdo que no sé si es
real o insertado. Por un lado creo recordar que sí, que de pequeña
subí al Tren. Hasta tengo un par de imágenes. Sin embargo, algo
interior me dice que esas imágenes son ficticias.
Pasamos
junto al Tren Fantasma: desde el techo, una momia pende de algo y se
mueve de arriba a abajo. Es muy cutre, pero a la Bichuchi y a mí
nos asusta.
No
nos compramos discos.
Ni
frutas.
Solo
zumo de naranja natural
y
embotellado.
Después
hay aviones que despegan. O que aterrizan.
Despegamos
en uno. Avión nocturno. En su noche, las azafatas nos piden, a
todos, que cerremos las ventanillas con esas cortinas de plástico
que impiden la visibilidad. ¿Por qué piden eso? Es algo que me
pregunto en cada vuelo nocturno y que me niego a hablar con ellas.
Tengo
un par de explicaciones para esto.
La
Primera: afuera, en la noche, hay miles de objetos voladores no
identificados y eso puede aterrar a los pasajeros y crear una
situación incómoda en el avión.
La
Segunda: en la noche el avión no se mueve. Llegamos a un hangar
donde el avión simula volar. Este lugar bien puede estar en la
tierra, bien en el cielo. Lo cierto es que, por ejemplo, los aviones
pueden hacer cualquier viaje en minutos; o en dos horas como mucho.
Pero las compañías -manejadas por extraterrestres- quieren
disimular que eso es así, para que nosotros -casi humanos- pensemos
que nuestra tecnología sigue siendo precaria, aún básica.
Entonces viene el disimulo: mueven el avión en un simulador -el
procedimiento es cutre y da risa- y los pasajeros pensamos que
estamos volando. Como no podemos mirar por las ventanillas, estamos
convencidos de que así es. Y aprovechamos para dormir, por lo menos
algunos; otros prefieren emborracharse y otros -como algunos bebés-,
lloran. O miran películas de Hollywood.
Nadie
irrumpe, nadie se atreve a pensar por sí mismo. A darse cuenta de la
falacia. Nadie. Casi todo son frases repetidas. Pensamientos de
otros, desarrollados hace siglos atrás. Desmigados, destrozados por
otros otros que otean el horizonte. Lo otean hasta saber todo lo que
vendrá. Vaya mierda de esperanza la que nos dan. Vaya mierda -dijo
el hombre con el vaso en la mano. Después se calmó. La azafata le
colocó una almohada bajo la cabecita y le contó un cuento en
inglés. El hombre se durmió plácidamente. El resto de los
habitantes del avión, también.
Una
mujer tiene un ataque de pánico. Grita y se mueve. Pero eso sucedió
en otro vuelo, no en éste. Vinieron dos médicos que la auxiliaron.
También los vecinos se portaron bien. Vi todo desde lejos, desde mi
asiento. No me moví, no fui amable: desde siempre supe que ella
estaba en buenas manos.
Lo
cierto es que las azafatas de ese vuelo estaban muy cansadas y
agobiadas. Eran mujeres muy hermosas, con esos uniformes largos y
exóticos y sus cabellos negros recogidos en unos moños
maravillosos. Caminaban como hadas. Pero en esta ocasión, el
cansancio las hacía caminar como fantasmas. A la cara asomaban
ojeras de hastío. Percibí claramente cómo una de ellas nos lanzaba
puteadas en malayo. No es que yo conozca esa lengua; sí conozco la
actitud, que es universal. Cuando digo “putear” me refiero a
mandar a la puta madre a alguien o algo. Eso hacía esa mujer, movía
los labios con estoicismo. Y nos puteaba en silencio.
Tenía
mil motivos para hacerlo. No le faltaban razones: era un vuelo
cargado de gente maleducada y -me duele decirlo-, bastante idiota.
Gente de mal vivir, o de lo que para mí es mal vivir: gastar mucho
en baratijas y poco en descubrir el propio espíritu y aledaños.
Por
suerte, ese fue otro vuelo.
Este
en cambio, fue tranquilo.
La
tripulación desarrolló su esplendor oriental, su fina cortesía, su
amabilidad proverbial. Pudieron mostrarnos, a todos, las bondades de
su cultura; y todos, pudimos deducir cuán rudimentarios éramos
respecto a ellos. No fue triste. Fue una lección de dicha y
hermandad. Al bajar del avión nos abrazábamos emocionados.
“Lindo
haberlo vivido pa' poderlo contar.”
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3 comentarios:
Qué bueno que volviste!!
Qué bueno que volviste! Y cargadita de cosas que contar!!!
Sí, se ve que ando charlatana...
Besos!
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