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Mis
amigas y yo estamos de sobremesa. Me gusta verlas, escucharlas; son
tan diferentes entre sí; y yo también lo soy de todas ellas (a
veces creo que hasta de mí misma). Mi abuela y mi tía escuchan
sentadas en el sofá. Mi abuela teje; siempre la veo tejiendo; las
gafas puestas, un poco inclinada sobre la labor, se sonríe mientras
escucha las exageraciones de Carmen. Mi tía abuela podría estar
leyendo, sin embargo mira embelesada la escena de la mesa - libro
sobre el regazo, expresión atónita y feliz-. Hace un rato, tanto
una como la otra, han estado mirando con detenimiento los cabellos
rojos de Juana: no pueden creer que ese sea su color natural. Las vi
calibrando sus pecas, el brillo de sus ojos, hasta que Juana
instintivamente miró hacia uno y otro costado comentando que sentía
una corriente de aire frío. Revoleé la mirada en dirección de mis
abuelas mostrándoles el sofá y, curiosamente obedientes se sentaron
a tejer y a leer, atentas a las risas y conversaciones de todas
nosotras. Se sienten felices: les encantan las fiestas, comidas, y
cenas, formales, informales, bulliiciosas en todo caso.
Silvia,
después de la quinta copa de vino comenzó a contarnos sus problemas
de pareja. A ratos, Manuela le pedía detalles morbosos. Mi abuela ya
no levantaba la vista de su tejido; pero mi tía abría los ojos como
platos y no se perdía nada de toda la información. A mí me
turbaban un poco, tanto los lugares escabrosos de la relación de mi
amiga, como la intensa atención de mis dos abuelas. Bueno, después
de todo las siete somos mujeres -me digo, mientras me sirvo la
séptima copa de tinto-.
Total,
ese día nos empedamos las cinco y tuvimos que dormir una siesta.
Cuando nos despertamos, sobre las nueve de la noche, nos servimos la
cena, nos acabamos dos botellas de vino, nos duchamos, nos vestimos
esmeradamente y nos fuimos de juerga.
Volví
a las once de la mañana. Mi abuela me esperaba con cara de pocos
amigos. Como yo estaba muy cansada (y todavía bajo los efectos de
drogas blandas) la mandé a cagar y me acosté a dormir. La muy
jodida me atosigó en sueños: me dió un sermón asqueroso, no me
dejó en paz. Me desperté dos horas después, con una resaca
amarilla y muchas ganas de café. Me preparé una cafetera, la bebí
y me estiré en el sofá. Entonces me dí cuenta de que estaba sola.
Increíble. No podía creerlo. Me sentí relajada, contenta. Tan
contenta que decidí poner una peli en el vídeo. Elegí “Orgullo y
prejuicio”; me preparé unas palomitas de maíz y miré toda la
película sintiéndome el ser más feliz y agradecido del mundo.
Esa
noche no volvieron. Mi abuelo pasó a verme un rato; pero sus visitas
son tranquilas, breves. Se fue al anochecer. Me dí una ducha, me
preparé para irme a cenar con Paul y sus amigos y súbitamente me
sentí cansada, extraña. Me quedé mirando mi casa, vieja, hermosa,
solitaria, perdida en un jardín enorme, y decidí que me quedaba. Me
quité la ropa de calle, cogí los lápices. Comencé a dibujar y a
escribir.
Mi
abuela, a mi lado, siempre tejiendo, me dijo:
-Esa
historia es muy bonita.
-¿La
que acabo de escribir?
-Bueno,
me refiero a “Orgullo y prejuicio”.
-¿Entonces
estabas aquí?
-No.
Casi, no. Pero al principio, un poco, sí. Después me fui.
-¿Estabas
enojada conmigo?
-Un
poco... No me gusta que te drogues.
-Abuela,
lo hago una vez cada mil siglos... y tengo treinta y cinco años.
-Por
eso mismo me gustaría que te cuidaras. La vida es larga y hay que
prepararse para los acontecimientos trascendentes: el amor, la
maternidad, la vejez, la muerte...
-No
sé qué decirte... A veces, todo esto es mucho para mí.
-Lo
entiendo -me lo dijo con una dulzura infinita (o eterna)-, por eso
nos fuimos: necesitas estar mucho más rato sola.
-¿Y
la tía? ¿Dónde está?
-Buscando
un nuevo libro.
Me
quedé tranquila, dibujando y escribiendo hasta tarde. La abuela
estuvo un rato tejiendo a mi lado, después se fue.
A
la madrugada salí a dar un paseo por el jardín. Una noche
maravillosa, estrellada. Verano en la ciudad; y a estas horas, en este barrio de
grandes casas viejas y ajardinadas, el silencio se condensa. Caminé entre las hortensias y las enredaderas. Debajo de una
farola, sentada en un banco, mi tía leía y fumaba. Nunca perdió la
costumbre de fumar. Me gustó verla. Me senté a su lado.
-¿Qué
lees? -le pregunté.
-Heráclito
-me dijo sin dejar de leer.
¡Cuánto
tiempo sin Heráclito! -pensé.
Me
perdí un rato mirando el cielo mientras ella leía y fumaba su
inacabable cigarro. Pasamos así mucho rato. Le pregunté:
-¿Tú
conoces a Heráclito?
-Claro,
lo leo. Me gusta.
-Pero,
¿lo conoces en persona?
Dejó
de leer, me miró divertida, sonrió.
-¡Qué
pregunta más curiosa! -dijo y lanzó una carcajada.
Y
los perros del barrio se despertaron y ladraron todos juntos, durante
mucho rato.
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2 comentarios:
Me encanta Dini, me siento como en casa
¡Cómo me alegro!
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