martes, 27 de agosto de 2013

Ventana

.

Me gustaría estar fumando en este preciso momento. Me quedaría como sostenida por el cigarro mientras lo mantengo entre mis dedos. Me dejaría llevar lejos por su viaje de humo: sentir la abducción del tabaco en mi nariz, en mis pulmones. Aspirarlo. Sacarlo fuera después de permitirle estar en mi dentro. Me gustaría estar sentada, con el cigarrillo entre los dedos, mirando por la ventana. Es seguro que estaría tomándome un café. Y tal vez hasta escribiera algo de tanto en tanto. Un par de palabras en una hoja, un pensamiento atrapado al vuelo, una novela entera. Solo que para esto último necesitaría varias cajas de cigarros, litros de café y atreverme a entrar en ese lugar que a veces me aterra porque es un lugar para quedarse. O eso creo. Aunque en esta ensoñación estoy escribiendo una novela. Ahora lo veo claro. Es una ensoñación recuerdo. Un recuerdo del futuro, que ya pasó, que está siendo, ahora. Me gustaría estar fumando un cigarro común, nada de tabaco biológico y sin aditivos. Me fumaría un Gauloises. Lo haría por nostalgia y porque su nombre me parece poético. Antes me gustaba mucho el diseño de las cajas de Gauloises; ahora no sé cómo serán. Actualmente les ponen letreros que le quitan alegría al vicio o al placer de tener un rato para uno mismo. Un rato creativo. Un rato fuera de la maquinaria que nos chupa. Me gustaría estar, entonces, sentada frente a la ventana de mi casa, en este mismo día, mirando su luz -que es nublada y perlada- sintiendo las palabras de lo que voy escribiendo mientras me fumo un Gauloises. A mi lado, junto al cuaderno, una pitillera color dorado. Me la regaló mi amiga N hace años. La compró en Montevideo, en un anticuario de Tristán Narvaja. Sé que perteneció a un hombre. A uno que era elegante, que disfrutaba fumando, que vestía trajes impecables. Un hombre de mirada triste, de apariencia dura. Y austera. En la pitillera entran diez cigarros; el resto están guardados en una caja de madera. Es verano y en breves momentos caerá una lluvia provechosa para todos. Estoy esperando que sea una con relámpagos y poderosos rayos en el cielo. Es un espectáculo verlos desde aquí. Como la casa tiene pararrayos, alguno a veces nos cae encima. Pocas veces. En el tiempo que estamos aquí debe haber ocurrido unas tres veces. No nos asustó, ni nos escandalizó, ni nada de eso. Más bien nos trajo como un asombro de niños. Podríamos haber dicho: ¡hala! Totalmente asombrados. Seguro que algo así exclamamos más divertidos que preocupados. Fumar mirando -disfrutando- una tormenta de verano, es una gloria breve y magnífica. Es algo que queda grabado en el cuerpo, en el alma, en el espíritu. Un recuerdo para ser devorado por el dios. O mejor: un recuerdo para que se lo quede la fuente de todo, para que lo paladee, para que lo disfrute... Pasa que no puedo fumar. Me da asco. Cuando doy una pitada me vienen arcadas, náuseas. Me siento como el Pequeño Alex después de que le hicieran el infame tratamiento para dejar de delinquir. Es una pena. Sin embargo persisto en mis ganas: voluntariosamente pido tabaco a los amigos que fuman. Quiero fumar, me digo. Solo que por ahora, siempre me pasa lo mismo, doy un par de caladas y tengo que apagarlos. Y me quedo un poco triste por no poder a pesar de querer. Por suerte, me queda el futuro. Ese, en el que ahora mismo estoy mirando una tormenta -radiante y llena de rayos-, fumando.


.

No hay comentarios: