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Me
gustaría estar fumando en este preciso momento. Me quedaría como
sostenida por el cigarro mientras lo mantengo entre mis dedos. Me
dejaría llevar lejos por su viaje de humo: sentir la abducción del
tabaco en mi nariz, en mis pulmones. Aspirarlo. Sacarlo fuera después
de permitirle estar en mi dentro. Me gustaría estar sentada, con el
cigarrillo entre los dedos, mirando por la ventana. Es seguro que
estaría tomándome un café. Y tal vez hasta escribiera algo de
tanto en tanto. Un par de palabras en una hoja, un pensamiento
atrapado al vuelo, una novela entera. Solo que para esto último
necesitaría varias cajas de cigarros, litros de café y atreverme a
entrar en ese lugar que a veces me aterra porque es un lugar para
quedarse. O eso creo. Aunque en esta ensoñación estoy escribiendo
una novela. Ahora lo veo claro. Es una ensoñación recuerdo. Un
recuerdo del futuro, que ya pasó, que está siendo, ahora. Me
gustaría estar fumando un cigarro común, nada de tabaco biológico
y sin aditivos. Me fumaría un Gauloises. Lo haría por nostalgia y
porque su nombre me parece poético. Antes me gustaba mucho el diseño
de las cajas de Gauloises; ahora no sé cómo serán. Actualmente les
ponen letreros que le quitan alegría al vicio o al placer de tener
un rato para uno mismo. Un rato creativo. Un rato fuera de la
maquinaria que nos chupa. Me gustaría estar, entonces, sentada
frente a la ventana de mi casa, en este mismo día, mirando su luz
-que es nublada y perlada- sintiendo las palabras de lo que voy
escribiendo mientras me fumo un Gauloises. A mi lado, junto al
cuaderno, una pitillera color dorado. Me la regaló mi amiga
N hace años. La compró en Montevideo, en un anticuario de Tristán
Narvaja. Sé que perteneció a un hombre. A uno que era elegante, que
disfrutaba fumando, que vestía trajes impecables. Un hombre de
mirada triste, de apariencia dura. Y austera. En la pitillera entran
diez cigarros; el resto están guardados en una caja de madera. Es
verano y en breves momentos caerá una lluvia provechosa para todos.
Estoy esperando que sea una con relámpagos y poderosos rayos en el
cielo. Es un espectáculo verlos desde aquí. Como la casa tiene
pararrayos, alguno a veces nos cae encima. Pocas veces. En el tiempo
que estamos aquí debe haber ocurrido unas tres veces. No nos asustó,
ni nos escandalizó, ni nada de eso. Más bien nos trajo como un
asombro de niños. Podríamos haber dicho: ¡hala! Totalmente
asombrados. Seguro que algo así exclamamos más divertidos que
preocupados. Fumar mirando -disfrutando- una tormenta de verano, es
una gloria breve y magnífica. Es algo que queda grabado en el
cuerpo, en el alma, en el espíritu. Un recuerdo para ser devorado
por el dios. O mejor: un recuerdo para que se lo quede la fuente de
todo, para que lo paladee, para que lo disfrute... Pasa que no puedo
fumar. Me da asco. Cuando doy una pitada me vienen arcadas, náuseas.
Me siento como el Pequeño Alex después de
que le hicieran el infame tratamiento para dejar de delinquir. Es una
pena. Sin embargo persisto en mis ganas: voluntariosamente pido
tabaco a los amigos que fuman. Quiero fumar, me digo. Solo que por
ahora, siempre me pasa lo mismo, doy un par de caladas y tengo que
apagarlos. Y me quedo un poco triste por no poder a pesar de querer.
Por suerte, me queda el futuro. Ese, en el que ahora mismo estoy
mirando una tormenta -radiante y llena de rayos-, fumando.
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