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Ella le dijo:
-Aún recuerdo nuestro primer encuentro. Nuestras miradas jugaban, se buscaban, se seguían. Mi nerviosismo. Yo te sentía. Todo el lugar eras tú.
Él la miró a los ojos un rato. No dijo nada.
Ella tocó la taza de café vacía. Se quedó ensimismada.
Silencio.
Vino el camarero, recogió las tazas, puso dos cafés.
¿Y cuándo te vas?- preguntó, ella, siempre ella.
El día 20 de este mes- dijo él.
Bueno... lo siento, esto me duele mucho- dijo ella levantando la vista. Estaba por llorar.
Se topó con los ojos de él. Fríos. Extraños. Ojos de imbécil -pensó ella. Y se sonrió.
La mirada del otro cambió: puede decirse que se volvió hostil.
¿De qué te ríes?- preguntó con una voz metálica y afilada.
Voz cuchillo, pensó ella. Esta vez no se asustó. Volvió a mirarle a los ojos y no contestó.
Lo desafió: que te vaya bien, le dijo. Gracias, contestó el otro.
Nuevo intercambio de miradas.
Silencio.
Afuera un día gris. Sin más. Solo nubes en el cielo.
Ella le dijo: ya está todo dicho. Nos despedimos aquí.
Se puso de pie. Respiró hondo mientras se ponía el abrigo. Se sentía libre, súbitamente libre.
Te odio- dijo el otro. Voz cuchillo de nuevo, pensó ella. ¿Y a mí qué?- le contestó.
Y se fue.
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2 comentarios:
Me encantó, dijo ella. Parece un latido, un escrito latido. Y también cristales, el golpe de una lluvia, los ojos de Marguerite Durás. Ella, siempre ella, no se tomó ese segundo café ¿verdad? Lo vi humear, solitario. La mesa vacía.
El café donde estos dos estuvieron es austero: sillas de madera, mesas de madera y mármol. Ventanas grandes. Es un café del centro de la ciudad. Antaño, venía gente a leer y a escribir, fumaban, se escuchaban. Viejo café de tertulias literarias, café ágora, de los que ahora apenas existen.
Sé que la mujer se fue. Sé que no pagó su parte de la consumición. Me enteré, quizás a través de tu mirada, que él se quedó mirando por la ventana...
Te veo Peregrina: escribiendo en una de esas mesas del café, mirando la escena a través de las letras.
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