viernes, 18 de diciembre de 2009

Héroes

No hay lugar posible afuera. El lugar está en mí, descansa en mi interior.

Broceliande hoy está siniestra, toda cubierta de espinas lúgubres, de alimañas feroces.
En medio de la floresta, Lanzarote combate contra un gigante de humo y sombra. El combate es feroz y dura horas, probablemente años.
No ruedan cabezas, nadie sangra. El gigante surge de un fango antiguo, profundo y tiene fuerza.
El héroe está cansado aunque sigue luchando. Un único rayo de Ginebra (mujer-sol) le alimenta su fuerza de luna. Es suficiente: Lanzarote está dispuesto a llegar al fondo del fango oscuro y pegajoso, está dispuesto a ensuciarse y a cortar de un solo tajo la cabeza de su contrincante. La lucha continúa y no hay tregua...
Van pasando los días, salen los soles, las tormentas, las lunas... Los combatientes a veces descansan, casi duermen, se observan de lejos en las pocas treguas. Se estudian con cuidado aunque saben que uno de los dos debe desaparecer. Esta última sabiduría impregna el combate de un sentimiento de nostalgia y de recuento de vida.
Es un momento muy hermoso, un momento de tensión, un momento doloroso.




Ha llegado una noche de tantas. Una particular noche oscura. El monstruo gigantesco es oscuro y en la oscuridad se mueve mejor. Lanzarote lo sabe y vigila.
No se ve nada en derredor, se intuyen árboles, humedad, pastos y miedo. El monstruo acecha manso, se sonríe sereno.
Lanzarote aguza los sentidos: ruido de pasos, leves, muy leves. El hombre echa mano a su espada con una exacta lentitud felina. En la oscuridad, sus pupilas se dilatan. Está a punto de saltar sobre el intruso, cuando un hálito cálido le acaricia la cara: ante él, toda blanca, toda bella, de pié, una doncella. Un asombro templado se instala en el cuerpo de nuestro héroe que sigue empuñando su espada, tenso, esperando. ¿Qué hace una dama impoluta en medio de un lugar tan negro y embarrado? ¿A qué clase de bando pertenece? ¿Desde dónde viene, desde qué lugar del miedo, desde qué lugar del amor?
La muchacha no habla, comienza a andar y Lanzarote la sigue. La muchacha camina hacia el monstruo que está despierto y lo observa todo.



Ante el gigante acostado están la doncella y Lanzarote. El gigante abre la boca y por ella entran caminando de la mano, la muchacha y el hombre.

El interior del monstruo es negro, denso, cargado. Se escuchan voces lejanas, nombres de miedo, vuelan vampiros y fantasmas del pasado. Lanzarote se ahoga. Detienen la marcha a menudo, porque al héroe le cuesta respirar. Nadie quiere estar aquí. El lugar hace daño, es ácido y quema la piel. Nadie puede irse ahora de aquí. Es tarde para esto, muy tarde y no hay vuelta atrás. La muchacha camina delante, y Lanzarote la sigue llorando, porque tiene miedo, porque no entiende, porque está perdido, porque no sabe.


Lugar intestinal. Cloaca del alma, resbaladiza y pútrida. Lanzarote es una única masa de excrementos. Viéndole es difícil imaginar la belleza del héroe. Su espada está carcomida y oxidada.
La doncella en cambio sigue blanca, inmaculada. Más que verla, Lanzarote la intuye por algún destello luminoso, ya que sus pobres ojos están fatigados y apenas pueden abrirse una rendija, debido a las lagañas de detritus que pegotean sus párpados.


La muchacha se detiene y le muestra a Lanzarote un finísimo cordón de luz blanca y le indica -al despojo de héroe-, que tire de él.
Apenas puede nuestro héroe con un hilito tan débil: se le escapa de las manos, se le resbala entre ese limo pestilente. Ignoramos cuánto tiempo ha pasado desde que muchacha y héroe entraran por la boca de la bestia para recorrer sus entrañas. Lo que sí sabemos es que a nuestro héroe le cuesta mucha desesperación e impaciencia poder coger ese hilito perdido en el vientre de un ser enorme postrado en el suelo de una floresta. Finalmente la muchacha se apiada y colocando su manita por debajo de la del héroe coge el hilo y los dos tiran...



Rugen máquinas absurdas, caen ramas, árboles podridos, saltan raíces, vuelan maderas y pájaros muertos, cocodrilos, dragones, dinosaurios y ballenas. Saltan chorros de tempestades negras, caen barcos y peces y sopla un viento cargado de nubes negras, todo eso sale pegado al hilo de luz y salen más y más cosas imposibles y turbias, extrañas y grotescas, hasta que comienza a surgir la belleza, toda bañada de luz, de música, de ofrendas a la naturaleza... Lanzarote es despedido lejos, muy lejos, en una única bocanada chorreante lumínica y liberadora.




Es de día en Broceliande.
Los árboles están verdes y los pájaros cantan. Lanzarote abre los ojos y vuelve del sueño. Algo consternado se pone de pie y palpa su cuerpo: está entero, limpio, reluciente... aunque en las manos le queda un sutil rastro, mezcla de excrementos y barro, un recuerdo de la aventura vivida.
Lanzarote se desnuda, saluda a la vida, se sumerge en el río, se baña y canta... Descansa sobre la hierba y recibe agradecido los rayos de sol que le calientan el cuerpo y el alma. Se viste, coge su espada reluciente, sube a su caballo y abandona la floresta.

Del gigante queda su belleza: el bosque de Broceliande transformado en alegría.


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